Comentario
Desde los años de Alfonso X el ascenso nobiliario es evidente a pesar o quizás a causa de la crisis económica. Las guerras civiles de fines del siglo XIII y de los siglos posteriores permitieron a los nobles incrementar sus dominios y privilegios de forma extraordinaria; ni siquiera Alfonso XI pudo debilitar a la nobleza debido a que, como hemos indicado en otro lugar, sus victorias sobre los rebeldes fueron conseguidas con la ayuda de otros grupos nobiliarios cuyos servicios hubo que pagar. Una y otra vez, el monarca acepta el mantenimiento de las riquezas y derechos nobiliarios y su mérito principal consiste en recordar las obligaciones nobiliarias, fijar sus salarios y revisarlos con cierta periodicidad.
La grave crisis de mediados del siglo XIV alteró el equilibrio entre gastos e ingresos nobiliarios y durante el reinado de Pedro I las exigencias económicas y políticas de los nobles se incrementaron considerablemente y, aunque el monarca desterró o mandó dar muerte a los grandes nobles, la fuerza de la nobleza permaneció intacta porque otros sustituyeron a los desaparecidos y prepararon el triunfo de Enrique de Trastámara, es decir, la victoria de la nobleza, cuyo poder se incrementa a través de las mercedes enriqueñas.
La política nobiliaria del primer Trastámara se orientó hacia un entendimiento con la nobleza en una doble dirección: la alta nobleza recibirá grandes señoríos y propiedades, pero será alejada del gobierno; la segunda nobleza gobernará de acuerdo con el rey, que paga sus servicios espléndidamente hasta el punto de que de estos grupos saldrán muchos de los grandes títulos nobiliarios de los siglos XV y posteriores. El sistema probó su eficacia hasta la derrota de Juan I frente a los portugueses en Aljubarrota (1385); al producirse la crisis y debilitarse el poder monárquico, las ciudades recuperaron importancia política y exigieron una mayor participación en el gobierno a través del Consejo Real y la alta nobleza, alejada del poder por Enrique II pero confirmada en sus posesiones, utilizó sus medios económicos para organizar ejércitos y ejercer de hecho el poder. Amenazado por el auge de las ciudades y por la insubordinación de la alta nobleza, Enrique III logró anular a las primeras y derrotar a la segunda con la ayuda de la segunda nobleza, que pasó a primer plano en los últimos años del siglo XIV y sustituyó en muchos casos a los familiares del rey, a la alta nobleza.
El control de los obispados y de las órdenes militares por medio de alianzas familiares o de acuerdo con el monarca reforzó aún más el poder de estos nobles, en cuyas manos quedará el gobierno de Castilla a la muerte de Fernando de Antequera a pesar de los intentos de los familiares del nuevo monarca (infantes de Aragón) o de Alvaro de Luna para impedirlo o, al menos, controlar a los nobles. A través de la sublevación contra el monarca o gracias al apoyo que le prestan contra los sublevados, los nobles aumentan su fuerza, y nada podrán hacer los Reyes Católicos (tampoco lo intentarán) para reducir la potencia económica de la nobleza, y de hecho la aumentan en sus intentos de pacificar Castilla: el acuerdo con los partidarios de Juana la Beltraneja supuso casi siempre el reconocimiento de los dominios nobiliarios, y quienes permanecieron fieles a Isabel y Fernando recibieron títulos y tierras en gran número.
La enajenación de bienes de la Corona en favor de los nobles continuará en los años posteriores y sólo cuando los monarcas han pacificado el reino, a partir de 1480, pueden exigir la devolución de algunas plazas y compensar a sus dueños con la entrega de dinero en efectivo o en forma de rentas anuales. A fines del siglo XV puede afirmarse que más de la mitad de las tierras castellanas está en manos de los nobles laicos y eclesiásticos y que un alto porcentaje de los ingresos normales de la Corona se destina al pago de rentas o salarios de la nobleza, que dispone de señoríos desde Galicia hasta la cuenca del Guadalquivir.
Más interesante que conocer la larga lista de nobles y señoríos es recordar que entre los nobles existen lazos de parentesco que les permiten aumentar su fuerza y actuar de común acuerdo en muchas ocasiones al organizarse en linajes, en clanes familiares como el de los Enríquez, asentados en las zonas de Burgos, Valladolid y Palencia, cuyo fundador Alfonso Enríquez recibirá el título de almirante de Castilla con carácter hereditario; los Dávalos, con propiedades en Jaén y Galicia, cuyo representante Ruy López Dávalos fue condestable de Enrique III; los Stúñiga, oriundos de Navarra igual que los anteriores, que extienden su acción por un lado sobre las tierras de La Rioja y por otro sobre Salamanca, Extremadura, Tierra de Campos y valle medio del Duero; los Mendoza, con dos ramas, derivada una de Juan Hurtado de Mendoza, mayordomo de Enrique III, con propiedades en Álava, Soria, Segovia..., y la rama de Diego Hurtado de Mendoza asentada en tierras de Guadalajara y en la zona de Torrelavega y Santillana; los Ayala, derivada del cronista y diplomático Pero López de Ayala, con dominios en Guipúzcoa y en las proximidades de Toledo; los Suárez de Figueroa, linaje fundado por el maestre de Santiago Lorenzo Suárez, cuyos señoríos se extienden por Extremadura y Andalucía; los Velasco, familia que adquiere importancia a partir de Juan Fernández de Velasco, uno de los personajes encargados por Enrique III de la custodia de su hijo Juan, con dominios en Zamora, Burgos, León y La Rioja; los Sarmiento, asentados en Galicia; los Manrique, familiares del arzobispo compostelano Juan García Manrique, uno de los miembros del Consejo de Regencia durante la minoría de Enrique III...
Todas estas familias nobiliarias aparecen en la historia castellana durante el siglo XIV y son el resultado del encumbramiento de la segunda nobleza por los Trastámara, según ha demostrado Salvador de Moxó al estudiar el ascenso de uno de estos linajes y la ampliación de los dominios de los Albornoz de Cuenca. García Alvarez, señor de algunos pueblos en la serranía conquense, enriquecido sin duda por el aumento de la cabaña ganadera, aumentó sus riquezas y su importancia social mediante el matrimonio con Teresa de Luna, perteneciente a la nobleza aragonesa y vinculada con la jerarquía eclesiástica a través de uno de sus hermanos, Ximeno, que fue obispo de Zaragoza, arzobispo de Tarragona y, finalmente, arzobispo de Toledo, cargo en el que le sucederá su sobrino Gil de Albornoz al que, ya nombrado cardenal, encomendarán los pontífices años más tarde la pacificación de los Estados Pontificios. La vinculación con la jerarquía eclesiástica fue decisiva en éste como en muchos otros casos, pero los Albornoz debieron su ascenso fundamentalmente al apoyo dado en todo momento a Alfonso XI contra rebeldes como el infante don Juan Manuel o en la guerra con los musulmanes; como pago de estos servicios, Alfonso XI dio a los Albornoz cargos de confianza y señoríos como los de Torralba y Tragacete a los que Alvar García unió, mediante compra, el de Beteta, todos situados en la serranía de Cuenca, en zona ganadera. Durante los primeros años de Pedro I, los Albornoz salen de su reducto local y llevan a cabo importantes misiones diplomáticas, pero al igual que otros muchos nobles pronto se adhirieron al partido de Enrique de Trastámara, que nombrará a Alvar mayordomo mayor, cargo que ejercerá igualmente su hijo Gómez mientras que el hermano de éste será nombrado copero mayor por el segundo Trastámara. Junto a estos cargos cortesanos, no exentos de influencia y de beneficios económicos, los Albornoz reciben nuevos e importantes señoríos que los convierten de hecho en miembros de la alta nobleza. Sólo ahora se puede incluir a los Albornoz entre los ricoshombres, grupo caracterizado según Moxó por el "patrimonio, el linaje y la privanza, o lo que es semejante, la. fortuna o riquezas, la, calidad nobiliaria y el influjo disfrutado junto al rey".
Enriquecido por las donaciones de los señoríos de Utiel y Moya en los que tiene derechos jurisdiccionales y de gobierno, tributarios y de dominio solariego, Alvar García pudo comprar otro señorío, el Infantado de Cuenca, por el que pagó cerca de setecientos mil maravedís castellanos, cuya importancia podemos suponer si recordamos que durante estos años una fanega de trigo llega a valer quince maravedís y que con dos mil o dos mil quinientos se pueden comprar las armas de un caballero. En este señorío, los Albornoz tienen el monopolio del horno y del molino y la reserva exclusiva de los derechos de caza y pesca, que junto con los anteriormente mencionados (ejercicio de la justicia, nombramiento de los oficiales del concejo, cobro de los derechos de escribanía, autoridad sobre los vecinos, cobro del servicio, pedido, fonsadera, posada y yantar, martiniega y derechos sobre montes, pastos, prados y salinas... ) completan las atribuciones normalmente concedidas a los señores en Castilla.
La influencia de los nobles, su importancia económico-militar, aumentó durante los turbulentos años del siglo XV aunque desaparecieran algunos linajes y en su lugar fueran encumbrados otros por el rey o por sus actividades militares o de saqueo. En época de Enrique IV, Castilla está dominada por una quincena de linajes cuya fuerza procede, en palabras de Suárez, "en primer término, de su enorme riqueza, de la muchedumbre de plazas fuertes que poseen... Sus miembros ocupan los puestos principales de la corte, como una consecuencia del influjo que les da su poder... no constituyen nobleza por ocupar los cargos, como había sucedido hasta el siglo XIV, sino que ocupa los cargos por ser nobleza..."
Latifundistas, sienten por la ganadería -y por el cobro de impuestos al paso de los ganados- un interés primordial; ellos constituyen, dominan y gobiernan la Mesta, y la mayor parte de Castilla está en manos de los Velasco, condes de Haro, los condes de Medinaceli, los Manrique, los Quiñones, los Álvarez Osorio, Pimentel, Enríquez, Stúñiga, Mendoza, Álvarez de Toledo, Guzmán, Ponce de León, Fajardo... La situación se mantiene prácticamente invariable en la época de los Reyes Católicos y a lo largo de gran parte de la historia moderna y contemporánea de la Corona de Castilla. La creación de mayorazgos, favorecida por los monarcas, impidió la disgregación de los patrimonios, y los enlaces entre las diversas familias permitieron concentrar e incrementar sus dominios, en los que intentarán ampliar los derechos sobre los campesinos mediante la adscripción a la tierra de los cultivadores, medida que fue abolida en las Cortes de 1480.
La institución del mayorazgo es de extraordinaria importancia para comprender la fuerza de los nobles. Por mayorazgo se entiende, según Clavero, aquella propiedad en la que "el titular dispone de la renta, pero no de los bienes que la producen, se beneficia tan sólo de todo tipo de fruto rendido por un determinado patrimonio sin poder disponer del valor constituido por el mismo; ello lleva, generalmente, a la existencia... (de un) orden de sucesión prefijado para esta propiedad de la que no puede disponer, ni siquiera para después de la muerte, su titular"; es decir, quienes crean un mayorazgo y sus sucesores no pueden, en teoría al menos, disminuir o enajenar sus bienes; disponen de la renta pero no del capital, que ha de pasar íntegramente al primogénito o a quien se designe en el documento de creación del mayorazgo.
Aunque ya en el siglo XIII existen algunos documentos según los cuales el titular de unos bienes no podía enajenarlos sino que debía cederlos íntegramente al primogénito, la institución no aparece claramente definida hasta el triunfo Trastámara. Hasta 1369 el deseo de supervivencia familiar representado por el mayorazgo se hallaba en contradicción y sometido al derecho castellano que reconocía a todos los hijos una participación en la herencia; frente a este derecho, que lleva a la división y disgregación del patrimonio, se recurrirá al derecho feudal: el monarca, al conceder unos bienes en concepto de feudo a cambio de unos servicios, se halla interesado en que éstos sigan cumpliéndose y para ello es preciso que quien herede las obligaciones reciba íntegramente los medios que posibilitan su cumplimiento.
Esta cláusula referida a las mercedes enriqueñas, auténticas concesiones feudales, se halla en el testamento de Enrique de Trastámara quien, además, dispuso que tales feudos volvieran a la Corona al extinguirse la línea directa. La vinculación fue protestada por los nobles en las Cortes de Guadalajara de 1390 por cuanto en muchas de las concesiones hechas por Enrique se les autorizaba a enajenar los feudos y porque se apartaba de la sucesión a los parientes laterales al exigir la devolución a la Corona cuando se extinguiera la línea directa. Esta cláusula será suprimida y el feudo podrá pasar a los hermanos, a otros parientes o a cualquier otra persona, pero en líneas generales se mantiene la vinculación de la propiedad y a través del mayorazgo los nobles, de acuerdo con la monarquía, ponen freno a la disgregación de sus bienes y aseguran la continuidad social de la familia (los segundones hallarán una salida en la corte, en el ejército o en la Iglesia). Su poder político les permite imponer a los campesinos contratos temporales en los que se actualizan las rentas. Conservación del capital y aumento periódico de las rentas permiten a los nobles mantener su categoría social frente a la burguesía y dan a la propiedad señorial una rentabilidad similar o superior a la del comercio y con menores riesgos.
No es extraño, por tanto, que muchos prestamistas y mercaderes se decidan a comprar este tipo de bienes, por interés social y económico, y así, nada de particular tiene que toda la vida castellana esté organizada de acuerdo con los intereses de la nobleza. Según Suárez, "la economía, la sociedad, la cultura, la vida misma se organizan al servicio de esta clase dominante cuya influencia ha descendido hasta las últimas capas de la población. Es ahora cuando al imponer un tono de vida se fundamenta el hidalguismo, que será la característica de nuestra sociedad bajo los Austrias".